Tres años después del fracaso del Gran Salto Adelante, estuve en China. Nadie hablaba del asunto. Era secreto de estado.
Vi a Mao rindiendo homenaje a Mao. Parado en las alturas del pórtico de la Paz Celestial, Mao presidía el inmenso desfile que la inmensa estatua de Mao encabezaba. Mao, el de yeso, alzaba la mano, y Mao, el de carne y hueso, le respondía el saludo. La multitud ovacionaba a los dos, desde un océano de flores y globos de colores.
Mao era China, y China era su santuario. Mao exhortaba a seguir el ejemplo de Lei Feng y Lei Feng exhortaba a seguir el ejemplo de Mao. Lei Feng, el joven apóstol del comunismo, de existencia más bien dudosa, pasaba los días dando consuelo a los enfermos, trabajando para las viudas y regalando su comida a los huérfanos, y en las noches leía las obras completas de Mao. Cuando dormía, soñaba con Mao, que en los días guiaba sus pasos. Lei Feng no tenía novia ni novio, porque no perdía el tiempo en frivolidades, y ni se le pasaba por la cabeza la idea de que la vida pudiera ser contradictoria y la realidad, diversa.
Espejos, Eduardo Galeano
El emperador amarillo
Pu Yi tenía tres años de edad cuando en 1908 se sentó en el trono reservado a los Hijos del Cielo. El minúsculo emperador era el único chino que podía usar el color amarillo. La gran corona de perlas le escondía los ojos, pero no había mucho que mirar: hundido en túnicas de seda y oro, se aburría en la inmensidad de la Ciudad Prohibida, su palacio, su prisión, siempre rodeado por una multitud de eunucos.
Cuando la monarquía cayó, Pu Yi pasó a llamarse Henry, al servicio de los ingleses. Después, los japoneses lo sentaron en el trono de Manchuria y tuvo trescientos cortesanos que comían las sobras de sus noventa platos.
Las tortugas y las grullas simbolizan, en China, la vida eterna. Pero Pu Yi, que no era tortuga ni grulla, había logrado conservar la cabeza sobre sus hombros, lo que era más bien raro en su peligrosa profesión.
En 1949, cuando Mao tomó el poder, Pu Yi culminó su carrera convirtiéndose al marxismo-leninismo.
A fines de 1963, cuando lo entrevisté en Pekín, vestía como todos los demás, uniforme azul abotonado hasta el cuello, y por las mangas asomaban los puños raídos de la camisa. Se ganaba la vida podando plantas en el Jardín Botánico de Pekín.
Estaba sorprendido de que alguien pudiera tener interés en hablar con él. Me entonó su mea culpa, soy un traidor, soy un traidor, y con voz monocorde me recitó consignas durante un par de horas.
De vez en cuando, pude interrumpirlo. De su tía, la emperatriz, el Ave Fénix, sólo recordaba que tenía cara de muerta. Cuando la vio, se asustó y lloró. Ella le dio un caramelo y él lo tiró al suelo. De sus mujeres, me dijo que siempre las había conocido por fotos que le daban a elegir los mandarines o los ingleses o los japoneses. Hasta que por fin, gracias al presidente Mao, había podido casarse con un amor de verdad.
-¿Con quién, si no es indiscreción?
-Una trabajadora, una enfermera del hospital. Nos casamos un primero de mayo.
Le pregunté si era miembro del Partido Comunista. No, no era.
Le pregunté si quería ser.
El intérprete se llamaba Wang, no Freud. Pero se ve que estaba cansado, porque tradujo:
-Sería para mí un grande horno.
Espejos, Eduardo Galeano
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martes, 31 de enero de 2012
El emperador rojo - El emperador amarillo (17/17)
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