A Amnistía Internacional, quienes violan los derechos humanos le han dicho de todo menos bonita.
Y en algunos casos con fiereza, hasta conformar una auténtica antología del insulto y la descalificación. Las críticas suelen compartir varios clichés –las denuncias de AI son “mentiras” o “verdades a medias”, forman parte de una “campaña contra nuestro país” y pecan de “parcialidad”–, y acaban sazonándose con ‘argumentos’ rotundos del estilo de “agente del imperialismo”, “filomarxista” o “prosionista”.La organización paga así el precio por mantener su absoluta independencia, no solo “de todo gobierno, partido político, ideología, interés económico o credo religioso”, sino también financiera, ya que se apoya casi exclusivamente en las “suscripciones y donaciones de sus afiliados en todo el mundo”.
La galería de ‘ofendidos’ es casi tan amplia como la de violadores de los derechos humanos denunciados por Amnistía Internacional. Pero no faltará quien rice el rizo descalificador, como hacía en 1982 la revista mexicana ‘Hoy’ al describir a la vez a AI como “punta de laza del comunismo” y como “copia variada de una negra organización que antaño se llamaba Juventudes Hitlerianas”, antes de declararse apenado “por los que reciben dinero, premios y becas pagados por Amnistía Internacional con rublos manchados de sangre y podredumbre”. A su juicio, la organización era parcial porque exigía la libertad de presos políticos, “pero solo si son chilenos,haitianos o argentinos”.
En los últimos años, el tono de las críticas a AI tiende a ser menos furibundo, y la argumentación, más calculada. Así sucede, por ejemplo, en Estados Unidos a propósito de Guantánamo y los centros de detención en el extranjero. Por un lado, con reproches escalonados a la organización –por “no decir la verdad”, según Bush; por haber “perdido la objetividad”, según Rumsfeld; o por su “informe absolutamente irresponsable”, según el general Myers–, Y por otro, con salidas por peteneras como la del portavoz de la Casa Blanca en 2004, McClellan, que responde a la acusación de Amnistía de que la “guerra contra el terror” ha hecho el mundo más peligroso, declarando que “No admitimos las críticas de Amnistía Internacional, ya que Estados Unidos es un destacado defensor de la protección de los derechos humanos y continuaremos siéndolo (…) La guerra contra el terrorismo ha tenido como resultado la liberación de 50 millones de personas en Afganistán e Irak, así como la protección de sus derechos”.
Pero tampoco faltan exabruptos. Alguno, con firma hispana, como la de la Confederación Española de Policía en 2007, que respondió al informe “Sal en la herida” sobre malos tratos policiales calificando a AI de “vergüenza de las ONG españolas” y acusándola de inventar “informes fantasiosos para conseguir proyecciòn mediática y subvenciones”. Y aún peor se las gastaban ese mismo año en Sudán, donde la denuncia de sistemáticas violaciones de derechos humanos contra la población civil en Darfur llevaba al ministro de Justicia Ali Al Mardi a “pedir a la Interpol una orden de arresto contra su directora (se refería a la entonces secretaria general Irene Khan) por divulgar mentiras”.
Los ataques a la organización de derechos humanos habían alcanzando niveles de agresividad verbal aún mayores en décadas anteriores. Por ejemplo, en 1978, cuando el presidente guineano Ahmed Seku Turé consideró a AI “una basura” por hablar de presos políticos en su país. O en 1981, cuando el Gobierno de Guatemala la comparó con “desquiciados mentales con angustiosas aberraciones ideológicas” por denunciar un plan oficial de asesinatos políticos. O ese mismo año, cuando el ayatolá iraní Jomeini la incluyó entre “todos los lacayos de las potencias satánicas”.
El Premio Nobel de la Paz concedido en octubre de 1977 a Amnistía Internacional tampoco gustó en algunos sitios. En Indonesia, el almirante Sudomo se atrevió incluso a aconsejarle que cambiara su nombre por el de Amnistía Comunista Internacional. Y en India, la primera ministra Indira Gandhi –molesta por las protestas de AI contra los miles de detenciones de opositores bajo el estado de emergencia– la situó junto a la Internacional Socialista como “organizaciones que desarrollan una gran actividad en la campaña de odio contra nuestro país”.
Hubo críticas más sutiles. Por ejemplo, admitiendo la anterior respetabilidad de AI para disimular el posterior malestar con sus denuncias. Como ‘The Zambia Daily Mail’ en 1975, que tras reconocer que “Amnistía Internacional imponía respeto en este país”, añadía que “quizá entonces no conocíamos a los turbios personajes que ahora llama fuentes de confianza”. En otros casos el disgusto era más rotundo, como el del diario soviético ‘Izvestia’ en 1980 al quejarse de que “si al principio AI había intentado crear una imagen de objetividad, (…) ahora hasta esa mascarada rudimentaria ha sido totalmente abandonada”. Y más aún el del columnista estadounidense Ralph de Toledano, que en 1981 reprochaba a esa “organización otrora respetada” su “tratamiento benigno” a “Gobiernos comunistas que han dejado el genocidio nazi a la altura de un juego de niños”.
También hubo malpensados empeñados en cuadrar su argumentación. Como el diario uruguayo ‘El País’ en 1976, que para intentar descalificar las denuncias de torturas de AI, recalcó que beneficiaba a la URSS y que al “asumir ocasionalmente la defensa de prisioneros soviéticos” solo buscaba “la imagen, que tanto necesita, de independiente, justa y parcial”. A la inversa, el ‘Kabul New Times’ entendía en 1981 que “las falsas pistas al criticar a regímenes como el chileno, no logran engañar al público progresista mundial”, que “sabe que son simplemente emisarios y mandaderos del imperialismo”.
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