Fue la primera huelga de piernas cerradas de la historia universal. Ocurrió en el teatro. Nació de la imaginación de Aristófanes y de la arenga que él puso en boca de Lisistrata, matrona ateniense:
-¡No levantaré los pies hasta el cielo, ni en cuatro patas me pondré con el culo al aire!
La huelga continuó, sin tregua, hasta que el ayuno de amores doblegó a los guerreros. Cansados de pelear sin consuelo, y espantados ante la insurgencia femenina, no tuvieron más remedio que decir adiós a los campos de batalla.
Más o menos así lo contó, lo inventó, Aristófanes, un escritor conservador que defendía las tradiciones como si creyera en ellas, pero en el fondo creía que lo único sagrado era el derecho de reír.
Y hubo paz en el escenario.
En la realidad, no.
Los griegos ya llevaban veinte años peleando cuando esta obra fue estrenada, y la carnicería continuó siete años más.
Las mujeres continuaron sin tener derecho de huelga, ni derecho de opinión, ni más derecho que el derecho de obediencia a las labores propias de su sexo. El teatro no figuraba entre esas labores. Las mujeres podían asistir a las obras, en los peores lugares, que eran las gradas más altas, pero no podían representarlas. No había actrices. En la obra de Aristófanes, Lisistrata y las demás protagonistas fueron actuadas por hombres que llevaban máscaras de mujeres.
Espejos, Eduardo Galeano
En la pared, se refleja la sombra.
El amante, que yace a su lado, se irá. Al amanecer se irá a la guerra, se irá a la muerte. Y también la sombra, su compañera de viaje, se irá con él y con él morirá.
Es noche todavía. La mujer recoge un tizón entre las brasas y dibuja, en la pared, el contorno de la sombra.
Esos trazos no se irán.
No la abrazarán, y ella lo sabe. Pero no se irán.
Espejos, Eduardo Galeano
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