Por Marta I. González*
A mediados de los años 60, Jocelyn Bell Burnell llegó a Cambridge como estudiante de doctorado. El equipo al que se incorporó, el del astrofísico Tony Hewish, trabajaba en la detección de los cuásares, objetos astronómicos muy lejanos y tremendamente energéticos. Jocelyn se encargó de analizar la montaña de datos proporcionados por el potente radiotelescopio que también había ayudado a construir. Y en esta tarea se encontró con extrañas señales de radio que se emitían a intervalos regulares. Atribuidas en un principio a alguna lejana civilización extraterrestre, pronto quedó en evidencia que se trataba de fenómenos naturales: estrellas de neutrones que emitían radiaciones periódicas y a las que llamaron púlsares. Tony Hewish recibió el Premio Nobel por este descubrimiento en 1974 junto a Martin Ryle y, sin embargo, la contribución de Jocelyn Bell Burnell no fue reconocida. La ciencia de vanguardia es un trabajo en equipo, pero los premios Nobel solo se conceden a un máximo de tres investigadores. Y son los científicos de prestigio que dirigen los proyectos los que reciben las recompensas y el reconocimiento.
Este es un caso de lo que el sociólogo Robert K. Mertondenominó ‘efecto Mateo’ en la ciencia. En el evangelio según san Mateo (25, 14-30), la parábola de los talentos se cierra con una lección inquietante: “A todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Aunque este efecto puede encontrarse en cualquier ámbito de la vida humana, Merton señaló el modo en el que funciona en la ciencia: concentrando cada vez más recursos en forma de mejores puestos de trabajo, financiación, publicaciones o premios en manos de aquellos investigadores que ya han alcanzado reconocimiento, y dificultando que los investigadores que empiezan accedan al sistema de recompensas. Jocelyn, una simple estudiante de doctorado, habría sido una víctima más del efecto Mateo.
Pero para la historiadora de la ciencia Margaret Rossiterla cuestión no termina ahí. Además de ser una estudiante de doctorado con su prestigio científico todavía por construir, Jocelyn Bell Burnell era una mujer. Las mujeres, defiende Rossiter, son más vulnerables al efecto Mateo. Margaret Rossiter bautizó esta variedad como ‘efecto Matilda’, en honor a Matilda J. Gage, sufragista neoyorkina de finales del siglo XIX que identificó y denunció la invisibilización de las mujeres y sus méritos en otros contextos (incluso en la propia Biblia). Rossiter ofrece una larga lista de ejemplos de científicas a las que el sistema de recompensas de la ciencia trató injustamente por su sexo. Las contribuciones de Lise Meitner al descubrimiento de la fisión nuclear o de Rosalind Franklin al de la estructura de doble hélice del ADN, por ejemplo, no fueron reconocidas en su momento, aunque sus colegas varones recibieron sendos premios Nobel por ellas.
Estudios recientes también alertan de que, incluso hoy, ser mujer resta inadvertidamente puntos del currículo científico. Investigadores de la Universidad de Yale mostraron en 2012 cómo los evaluadores (independientemente de su sexo) puntuaban más alto y estaban dispuestos a ofrecer un salario mejor a un potencial candidato a un puesto de laboratorio cuando creían que el currículo que juzgaban era el de un hombre que cuando creían que era de una mujer. En las mejores instituciones científicas del mundo, becas, puestos de trabajo e incluso el espacio en los laboratoriosse distribuyen desigualmente entre personas con los mismos méritos y diferente sexo.
Es tan perverso el efecto Matilda (¡y a menudo tan invisible!) que el propio Merton sucumbió al mismo, ya que su publicación sobre el efecto Mateo está basada en las entrevistas y materiales de Harriet Zuckerman. Años después, Merton se casaría con Zuckerman… y también reconocería que aquel artículo debería haberlo firmado en coautoría con ella.
La celebración del Día Internacional de la Mujer, el próximo 8 de marzo, es un buen momento para recordar la pervivencia de las desigualdades entre géneros en ciencia. El efecto Matilda multiplica la perversión del efecto Mateo al otorgar más prestigio a los hombres, no por sus méritos científicos, sino por el simple hecho de haber nacido varones. Y esto es algo que ni la ciencia ni la sociedad se pueden permitir.
*Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.
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